«El primer recuerdo que conservo de mí mismo, en esa dimensión en la que el vaho de la memoria envuelve y difumina las imágenes, es el de un niño rubio de seis o siete años vestido con pantalones largos y un jersey de lana gorda verde y blanco. Un jersey que mi madre me habría hecho en largas tardes de invierno tejiendo junto a la estufa mientras tarareaba en voz baja las canciones dedicadas de la radio.
El niño está parado frente al cine, un oscuro edificio de dos plantas alzado, al final del pueblo, entre las escombreras y las tolvas de la mina y los tejados negros del economato. Hace frío y la noche ha caído sobre el pueblo, llenándolo de silencio y de lluvia helada, pero el niño sigue inmóvil frente al cine en el que hace ya una hora dio comienzo la película que sus padres están viendo sentados tranquilamente en el patio de butacas y que él ha de imaginar mirando las carteleras que anticipan a la entrada sus momentos principales.
Son cinco. Una, la primera, muestra tras el cristal, a la luz de una bombilla polvorienta, la imagen de una mujer apoyada contra un árbol y con los cabellos rubios cubriéndole la cara, como si por delante de ella (y de la cámara) acabara de cruzar un automóvil que, al pasar, la hubiese bruscamente despeinado. La segunda está casi tapada por completo por el cartel que anuncia el horario y el programa de la próxima semana, pero a pesar de ello, el niño alcanza todavía a distinguir el perfil de un rascacielos frente al que hay estacionados varios taxis y sobre el que parpadea -o al menos, él así lo imagina- un letrero luminoso bajo el cielo negro y blanco: Hotel Barbizon. La tercera le muestra un coche parado al borde del mar, en una playa desierta por la que vuelan papeles y toldos abandonados. En la cuarta, un hombre y una rubia -quizá la misma de la primera imagen- se besan con pasión delante de un perfil de acantilados. Y la última, la más misteriosa (por la abundancia de sombras y por el polvo que cubre el rincón de la vitrina en que se exhibe, el más lejano a la puerta y el menos iluminado), muestra el cadáver de un hombre -tal vez el que besaba en la anterior a la mujer de la primera imagen- tendido en un callejón en medio de un charco de sangre.
Parado enfrente del cine, mientras la noche despuebla el barracón de la mina y las callejas cercanas, el niño, a pesar del frío, apenas siente ya nada. El niño, ahora, está muy lejos de ese pueblo sobre el que tiemblan la lluvia y las estrellas heladas y, con la mirada ausente, las manos en los bolsillos de una oscura americana, vaga ahora por las calles de una ciudad muy lejana en la que, en vez de pabellones, hay hoteles y, en lugar de vagonetas, automóviles que brillan bajo la luna como diamantes. Cierto que aún oye las voces que retumban como un eco en la cabina de al lado. Pero él no las oye en la cabina ni a lo lejos en el patio de butacas. El niño, desde hace rato, escucha esas mismas voces mucho más limpias y claras (como si fuera ya el único que ahora pudiera escucharlas) mientras, con su americana, camina por las aceras de una ciudad solitaria en la que una mujer rubia le espera para besarlo.
-¡Julio! Pero, ¿qué haces tú aquí con el frío que hace?
De la mano de sus padres, por las callejas del pueblo, el niño regresa a casa sintiendo otra vez de nuevo el frío intenso del viento y el olor húmedo y negro que trae de las escombreras mientras su memoria sigue vagando entre los hoteles en los que una mujer rubia le espera para besarlo y a la que volverá a buscar mañana cuando el Cine Minero esté cerrado…………»

Escenas de cine mudo.

Este es el primer capítulo de los veintiocho que componen la obra Escenas de cine mudo. La estrategia que utiliza Julio Llamazares es ocultar hasta el final que está contemplando una foto. Con ello consigue independizar el proceso evocador de su soporte objetivo

Escrito por Oscar Cruellas

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